Sin duda, el disfraz del precio es uno de los más engañosos que existen. En la oferta tecnológica para la industria plástica, cada vez más industrias transformadoras caen en la trampa del precio (de la etiqueta del precio, por decirlo de mejor manera) para “tratar” de mejorar su rendimiento. Si pagamos por un molde o una máquina el 30% de lo que pagábamos anteriormente, no hay quién nos baje del pedestal: somos los mejores gerentes, el mejor departamento de compras, los mejores empleados.
Sin embargo, detrás de esta “etiqueta” de precio viene el precio real: el precio que hay que pagar por comprar tecnología barata, donde, si bien se presta una función, se presta al costo de reducir la competitividad de la empresa, la confiabilidad de la producción, de tener dolores permanentes de cabeza porque un producto que compramos no está sirviendo para lo que queríamos, o sirve de manera intermitente, o sirve sólo un tiempo, después de muchísimo esfuerzo invertido y después de perder una enorme oportunidad de venta o de innovación.
Como dice la canción llanera, “usted me va a perdonar”: vengo de una estadía de casi una década en Alemania, el trabajo de lavado de cerebro lo hicieron de manera eficiente. Me metieron en la cabeza que la calidad vale, la ingeniería vale, porque más allá de la negociación en precios esa plata que uno invierte se ve en la tranquilidad que pueda tener de ahí en adelante.
Imagínense poder invertir el tiempo que demora uno apagando incendios en pensar qué nuevos productos traer al mercado; en lugar de estar peleando con la rebaba de un molde, poder saber que el molde opera de manera confiable y estable, produciéndole plata a la empresa, y que los técnicos y operadores se pueden dedicar al mantenimiento preventivo, a capacitarse, a pensar cómo hacer para trabajar de manera más eficiente. ¿Qué precio se le puede poner a esa libertad mental?